Acostado por fin en mi cama, me puedo dar el lujo que añoré durante todo el día. Un lujo que, con los años, he empezado a vislumbrar de mejor manera sus virtudes. El placer del que les hablo no es más que el poder acostarme con la mente en blanco, lejos de cualquier necesidad de pensamiento o acción.
Lastimosamente, este lujo siempre lo veo desvanecerse por la mala costumbre de querer “arreglar” mi vida cada noche. De continuar desgastando mis neuronas en ideas y sucesos del pasado, con la ingenua esperanza de escapar del ciclo de autosabotaje en el que se ha transformado mi vida. Pero es que durante estas largas horas, en las que recuerdo ver desde la idea más absurda hasta la arrogancia más penosa, nunca he considerado una desventaja que me elimina cualquier posibilidad de progreso. Ese factor no es más que el desgastado criterio con el que nos acostamos después de un largo día de trabajo. Un componente que disfruta cuando es utilizado, pues de entrada sabe sus amplias debilidades y, sin embargo, no le importa ocultarlas frente a un ser tan indefenso como lo somos todos durante esas largas horas de noche estrellada.
Pero a pesar de que suene absurdo, después de todo este tiempo sigo cayendo en la misma trampa. Al saber que por lo menos cuatro noches a la semana voy a acostarme pensando en mis problemas, engañándome que esa noche será distinta y de paso perdurando mi cansancio. Es por esto que he decidido dejar de mentirme y optar por el camino de la siesta, al saber que esas horas de descanso serán un paso fundamental para alcanzar un mejor mañana.
Como si fuera un chiste de mal gusto, cuando estoy a segundos de dormirme escucho un sonido que me despierta una incapacidad tortuosa. Una impotencia que me aparta de todo razonamiento lógico y me centra en tan solo un pensamiento, el de aniquilar a la bestia que emite ese insoportable zumbido. Un sonido que, al escucharlo, me transforma en uno de esos guerreros mitológicos que con cariño imitaba en mi lejana infancia; solo que para mí desgracia estos tiempos modernos en los que deambulo, me obligan a abandonar la honorable lanza y por el contrario desenfundar la simple chancla.
Mis sentidos se han visto potenciados durante mi búsqueda, me encuentro en uno de esos estados de atención que solamente se adquieren bajo episodios de extrema necesidad. Me tropiezo con la belleza de un cuarto que me había sido indiferente en el pasado, un atractivo que había ignorado tan solo por la sencillez de sus orígenes.
Mi vista advierte una silueta debajo de la pared de mi escritorio, fabricada con una técnica tan innovadora como es el uso de las suelas de los zapatos. Una sombra que, con la debida iluminación, me hace ver un rostro de rasgos mudadizos. Paralelamente, percibo una atmosfera de suciedad impregnada en mi colección de libros, una señal inequívoca de ser un pasatiempo presumido frente a la sociedad, pero olvidado en la realidad.
Mi olfato se ha ampliado a tal punto, que no logro evadir la idea de que mi olor es ahora más fuerte que el recordado. Siento con una frecuencia variada, como mi aroma se va calando en los tejidos más profundos de mi vestimenta y sábanas. Me engaño pensando que esto puede ser agradable para los demás, al interpretarlo como un recordatorio de mi presencia previa o inclusive, con una apreciación aún más optimista, como una extensión más de mi existencia.
Mis oídos han sido el puente con el que mi oponente se ha adentrado en las profundidades de mi frágil ser. Estos han servido como la plataforma con la que mi enemigo a iniciado una noche más de martirio. Su zumbido refleja un arte en su ejecución, al transportarme a su designio por las impredecibles curvas del insomnio. He librado una batalla que desde un inicio premeditaba que no habría rastro de compasión, en donde se me ha extinguido toda huella de coherencia y se me ha transportado al reino de la locura.
Al verme sin soluciones, opto por dejar mi ventana abierta y escapar al sillón de mi antesala. Sin saberlo, una esperanza me acompaña durante la contemplación del mañana, una que me permite soñar con una madrugada libre de presencias extrañas. A la mañana siguiente, con la claridad que nos ofrece la alborada, me adentrando nuevamente en mi recamara, percibiendo un ambiente humedecido por mi transpirada soberbia. Después de unos minutos me convenzo, de que mi cuarto se encuentra libre de mi enemigo.
Al llegar nuevamente a mi casa, me sorprendo al recordar la facilidad con que he aguantado mi rutina. Hasta ahora caigo en cuenta de que justo hoy he redescubierto un cariño por mis ya amaestradas labores. Algo que me entusiasma al saber que, con cada noche que pasa, se me dificulta más mentirme. Pues las excusas que con práctica cargaba en mi juventud, han empezado a decepcionarme en mí establecida adultez.
Veo con tristeza que el camino que con optimismo había trazado en mi pubertad se ha visto modificado por las obligaciones de la vida, las cuales van desacreditando y finalmente desechando, a nuestro nombre, nuestros olvidados intereses. No sin antes aclararnos, con una evidente irritación por nuestra insolencia, que no tenemos ni voz ni voto en tan complejas decisiones. Que nuestra única función, es la de obedecer con gratitud sus sabios consejos, pues no por nada son muchos los que aclaman su oportuno criterio.
Llegada la noche, me adentro nuevamente en el cuarto que horas antes fue testigo de mi amargura, observando para mi alegría, que no queda estela de mi acompañante. Dejando de lado las preocupaciones de mi diurna existencia, me dispongo a transformar mi cansancio en mi ansiada tregua. Me espera una noche de un placentero descanso, en el que mis ojos tan solo percibirán una oscuridad pura en su densidad.
Un dolor interrumpe mi descanso, presentándose como pequeñas punzadas en mi oído derecho. Presiento como un objeto extraño penetra mi oído, mientras resuena en mis profundidades su intolerable zumbido. El cual me va alejando de los murmullos de la vida y me va sumergiendo en las incongruencias de mi mente.
Me estoy viendo forzado a recordar, con un sentimiento lejano a la admiración, mi dudoso combate con la bestia. El cual, visto desde la madurez de la desgracia, me presenta cada uno de mis ingenuos errores. Los cuales, sin saberlo, son los causantes de mi incertidumbre, al no saber con certeza quien es el autor de mi dolor. Tan solo espero que no sea aquella bestia que había “escapado” la noche anterior.
Como una ráfaga de luz, un pensamiento atraviesa mi conciencia y me presenta un escenario de difícil consideración. Uno en el que finalmente me libraría de la bestia, pero que lastimosamente me enfrentaría a una adversaria de poderes superiores. Aquella que trabaja a nuestras espaldas, hasta ser descubierta por las secuelas de su incoherente discurso. Esa contrincante que colectivamente conocemos como la máxima desgracia, pero que coloquialmente nos referimos como la malentendida locura.
Tal vez como un intento desesperado de conocer lo inevitable, decido ir a urgencias con la excusa de tener un dolor constante en el oído derecho. Un pretexto que, para mi sorpresa, es admitido sin malicia por el personal de salud. Me encuentro en una sala colmada por deplorables camaradas, muchos de ellos con dolencias que, para mi preliminar dictamen, condicionan efímeramente la calidad de vida de sus afligidos. Un gusto que no tengo la dicha de compartir, al sentirme cada vez más perdido en los laberintos de la locura.
Cuando por fin soy llevado a la habitación en la que conoceré mi destino, un doctor canoso me espera en su mesón. Sin esperar a que me siente, empieza a preguntarme cuales son las causas de mi visita, a las cuales toma nota con superficial atención y sin cambio en su cansada expresión.
Cuando se adentra en mi interior tan solo suelta un suspiro, al recordar mis extrañas predicciones del causante de mi dolor. Me mira con la misma entereza con que se mira a un niño víctima de su inocencia y sin ningún tipo de vacilación, me asegura que esa supuesta bestia tan solo vive en mi imaginación. Con un diagnóstico incuestionable, soy despachado a mi domicilio con la promesa de una veloz recuperación. Algo que a cualquier otra persona le parecería positivo, pero en mi caso, tan solo me sumerge más en los abismos de la vacilación.
Unos meses después, despertándome en la suavidad de una mañana libre de obligaciones, una que curiosamente ha comenzado por mi deseo y no por esa alarma que nos auspicia un día más de monotonía. He despertado olvidándome de mi condición, la cual está a punto de revelarse por medio de un zumbido. Una melodía percibida tan solo por su doliente y que, como una sentencia, vive retumbando en mi cabeza.
Por lo menos, tengo el gusto de divisar que la patología de la que ahora soy paciente me plantea un universo inexplorado. Me permite redescubrir un mundo de la mano de un zumbido que, si bien fue inicialmente desprestigiado, por fin me hace entender lo invaluable que es este sonido. Pues sin proponérselo me ha convertido en lo que sin saberlo buscaba, el ser alguien distinto en este uniforme concurrido.
Andrés Sossa,
13 de diciembre de 2021