Con cada minuto que pasaba el día se volvía más denso, se percibía un sentimiento de obligación más que de compañía en la sala. Debe ser un diagnóstico similar para cada entierro, solo que este tenía una particularidad, a quien se velaba era menor que cualquiera de sus asistentes.
Veo por la ventana la llegada de mis parientes más cercanos, sin embargo, hoy es el día que los he sentido más lejanos. La cara de incomprensión de la situación es evidente en cada uno de ellos, algo que no hacen el menor esfuerzo en disimular. Pero es que la situación no da para más, acaso quien se siente dispuesto a asistir con entereza al entierro de un niño de tan solo once años.
Mi segunda esposa Clara siempre me había comentado que percibía algo en el vecino que la mantenía intranquila, aún más al tener a nuestro niño tan cerca de su casa. Cuando me lo decía la miraba siempre indignado, no me cabía en la cabeza pensar que una persona pudiera atribuirle todo tipo de barbaries a alguien con el que ni siquiera se hubiera cruzado palabra, lastimosamente el 7 de abril esa indignación se transformó en arrepentimiento y vergüenza.
Su semblante se había marchitado con el pasar de las horas, su rostro reflejaba un sentimiento que ni el más fino maquillaje hubiera podido ocultar. Una verdad que, sin necesidad de mencionarla, se entendía fuerte y claro a lo largo de la sala. Era insensato sacar conclusiones apresuradas y mucho más cuando se tenía un criterio tan sesgado como el que se experimenta cuando se piensa más con el corazón que con la razón. Pero es que no cabía espacio para la más mínima duda, para la más pequeña vacilación de que lo que se había presenciado había sido algo más que tan solo una suma de circunstancias. La simetría con la que ocurrió cada uno de los sucesos necesarios para que pasara “el accidente” solo puede obtenerse con la cautela de una persona dispuesta a absolutamente todo con tal de saciar sus deseos más primitivos e insensatos.
Mi hermano Carlos era de esas personas que vivían sin saber que responder a las preguntas incomodas, pero que por lo menos sabía que no responder. Él se había encargado hasta del más ínfimo detalle de la velación y del entierro con tal de hacernos un poco más llevadera las circunstancias a Clara y a mí. Algo que al comienzo fue tranquilizante pero que con el pasar de los días se convirtió en tortuoso, pues sin ningún tipo de actividad, lo único que habíamos hecho estos últimos días era volver a pensar una y otra vez en el suceso que nos había cambiado la vida, repitiendo cada uno de los movimientos de sus actores con la ingenua esperanza de encontrar tan solo una pista, una señal, un símbolo, que nos permitiera aspirar a un futuro distinto y no a la asfixiante realidad que enfrentábamos.
Juan siempre había cuidado de nuestro niño como si fueran de la misma madre, pues sabía que lo veía como su modelo a seguir. Esta hermosa hermandad duro poco, pues tan solo un año después de que se mudara a la casa encontramos una carta escrita con afán en mi puesto del comedor principal. En la carta nos recordaba la importancia de los sueños, un tema recurrente durante ese último año en la casa, y nos pedía un grado de comprensión difícil para un padre acostumbrado a resultados tangibles y cuantificables. Juan nos quería hacer entender su decisión de irse a vivir a Buenos Aires, con el único objetivo de realizar su sueño de ser actor. Algo que de pronto algunos padres no verían con malos ojos, pero créanme que lo revaluarían si su hijo fuera sordomudo.
Ese Juan, mi amado Juan, es el que viene viajando por la congestionada vía de la línea con el único objetivo de intentar demorar con su presencia, un sentimiento inevitable en la cabeza de su padre. Un sentimiento que la mayoría de sus dolientes interpreta como un vacío, que inicialmente se ve opacado en sus portadores por la compañía de sus allegados. Pero que con el pasar de los días y del olvido de las demás personas, sin más preámbulos se presenta ante sus huéspedes como un invitado no querido, pero si aceptado.
Cristina había traído una de esas tortas que me encantaban de la panadería de sus padres, uno de esos pecados que cuando estuvimos casados ni me permitía añorar, pero ahora que he sido visitado por la muerte, por lo menos esta viene con algún tipo de sorpresas. Cristina siempre había sido una de esas personas que nunca se sentirán lo suficientemente realizadas o completas. Algunos interpretamos esa actitud como un sometimiento infinito e infructuoso, pero ella, por el contrario, siempre la había conocido como la mismísima definición de la ambición, algo de lo que, según ella, no existía el más mínimo porcentaje en el insignificante cuerpo de su esposo, bueno ahora afortunadamente, exesposo.
Junto a ella viví una de esas facetas extrañas de la vida, de las que uno queda con un sentimiento de amargura en la boca, un irremediable rencor en el corazón y por supuesto una deuda económica que le recuerda diariamente lo ingenuo que se fue. Cuando empecé a salir con ella, me sentía desdibujado por su belleza y mucho más por la manera con la que con una simple sonrisa y una frase sin importancia, pudiera hacerme reevaluar un sinfín de ideas que cuidadosamente había seleccionado y que persistentemente defendía desde mis tiempos de universidad como manual de vida. No le encuentro otra explicación a nuestra fallida experiencia matrimonial, que la evidente diferencia económica de nuestros orígenes, que, si bien durante el noviazgo fue ocultada por los retoques ingenuos del amor, en el matrimonio la verdad se presentó con tal intensidad que no dejó entre nosotros ningún puente de reconciliación.
Este tipo de pensamientos que en otros tiempos de mi vida los veía como un martirio, hoy los veo como un salvavidas malinterpretado anteriormente, pues me dan la posibilidad de adentrarme en un mundo pasado del que hoy me río, pues ahora que cuento con la sabiduría que viene acompañada de la desgracia, le he dado un nuevo significado a la expresión de vivir muerto en vida.
Queridos amigos, tengan en cuenta que ahora quien les habla no es más que la misma persona que le dio a su hijo muerto, perdón, siempre se me olvida que Clara odia que me refiera así de nuestro pequeño, pero en todo caso ella no se encuentra acá, acá solo están ustedes y yo. Ustedes siendo solo unos espectadores de mi miseria y yo siendo la misma persona que le dio a su hijo muerto el balón que perseguía por la calle, justamente en el momento que nuestro vecino, con su antes alabada camioneta, realizaba por nuestra avenida el supuesto “recorrido de despedida al vecindario”. Una despedida que a final de cuentas si se dio, solamente que ahora su destino es un lugar muy distinto al que antes con incredulidad planeaba.
El rostro con el que hubiera conocido mi pequeño el mundo cuando fuera mayor siempre será un interrogante de mi existencia, siempre será una pregunta sin respuesta, un llamado infructuoso que será la pena de un viejo sin esperanzas del futuro.
Mi cuerpo se encuentra en un estado de deshumanización que me cuesta creer que soy la misma persona que siempre he creído ser a lo largo de mi vida. Vivo por costumbre, por común acuerdo con los demás de que se tiene que afrontar todos los desafíos de la vida y continuar hasta que el destino mismo decida que es suficiente. Pero me pregunto constantemente, para que continuar, para que ser otro caparazón entre millones. Es que acaso dejara de ocurrir algún suceso necesario en la continuación del universo si decido desaparecer, si sencillamente dejo de existir, bueno, si es que en algún momento lo he hecho en realidad.
Siempre he pensado que el sufrimiento de cada persona es único, algo que muchos confunden al asumir que, por el simple hecho de haber vivido experiencias similares, las personas deben comportarse de manera análoga, como si fuéramos individuos con características fácilmente cuantificables y segregables. Sin embargo, esto no puede estar más lejos de la realidad, pues cada individuo concibe los momentos de su vida de manera distinta, hasta el punto de ser moldeado por ellos y ser, a fin de cuentas, la consecuencia misma de un camino vivido.
La manera como recorremos ese camino puede ser visto como el resultado de la puesta en práctica de un conjunto de principios y valores transmitidos por semejantes, junto a otras premisas descubiertas y adoptadas por la misma persona. Que no es más que la esencia misma de la persona, pues cada uno experimenta el mundo de una manera única e irrepetible.
Son este tipo de pensamientos con los que ha llegado esta nueva etapa de mi vida, un periodo que, sin necesidad de un prefacio previo, puedo sentir desde ya su importancia. Este periodo se transformará en el futuro en lo que los demás interpretarán como mi nueva personalidad.
Una personalidad que me permitirá exponer día tras día mi trastornada comprensión del universo, una comprensión lastimosamente sesgada por un evento incomprensible en mi camino. Pero que hago bien en avisar, que por el grado de des naturalidad de mis pensamientos, siempre trataré de ocultar con saludos formales y sonrisas sarcásticas lo largo de mi vida.
Andrés Sossa,
12 de diciembre de 2021