Mis primeros años de vida fueron los más alegres. Vivíamos en una tierra de nadie, aislados de la sociedad y del gobierno, en donde la única autoridad que conocía eran mis padres. No concebía una vida alejada de nuestra finquita, al saber desde pequeño que había nacido en el lugar en donde moriría. En el campo la vida no es fácil, pero si es honrada, cada uno vive de lo que trabaja, acá los títulos valen poco y el guarapo se comparte. Lejos estaba yo de imaginarme que tan solo unas montañas me separaban de las peores brutalidades. Mis once años no me permitían sospechar cuanta crueldad germinaba en estas tierras de Dios.
Recuerdo siempre el momento en el que fui tocado por la guerra, antes de ello siempre la había sentido como si fuera un sancudo, de esos que te merodean pero que nunca te pican. Fue un evento aterrador, del que nunca me repuse, al sentir como si la vida me cobrara por todos esos años de inexplicable tranquilidad en una zona gobernada por inmundicias. Mi padre fue el puente con el que la guerra me alcanzó, el día que lo mataron mientras le gritaban paraco hijueputa. Aun pienso en la impotencia que sentí mientras esos chulos destrozaban el cuerpo de mi padre, acusándolo de los peores vejámenes mientras se jactaban de su silencio, un silencio con el que se despedía, con el que me pedía que cuidara de mi madre y de mi vida.
Desde ese día el mundo dejó de interesarme. Al haberle perdido toda esperanza en el futuro después de que esa granada de violencia me explotara en la cara. Fue como si la realidad se hubiera interpuesto en mi vida y me hubiera arrancado aquella inocencia con la que mis padres me habían criado. Ya no entendía el mundo y mucho menos lo hacía mi madre. Ella fue la más afectada, ya sus ojos no reflejaban la amabilidad con la que me despertaba cada mañana, tan solo manifestaban resentimiento y angustia. Tanto así que, si escuchaba un sonido extraño, ahí mismo empezaba a llorar y a rogarme que escapara, pues me decía que seguro venían a reclutarme.
Siempre que sentía que alguien merodeaba la casa me rogaba que huyera. El saber que mi madre tan solo vivía por mi alegría me impedía discutirle. Sin embargo, una mañana todo fue distinto, me despertó tan solo con un susurro y me dijo que me ocultara, que ya era muy tarde para escapar. Al mirar sus ojos tan solo percibí miedo, pues tenía la misma mirada de cuando mataron a mi padre. Me levanté como pude, apenas amanecía, me asomé con cuidado por la ventana y logré ver como dos encapuchados se acercaban a nuestra casa mientras otro los miraba desde la carretera. Abracé a mi madre y le pedí que se calmara, traté de tranquilizarla mientras le decía que no se preocupara, que me ocultaría detrás de la casa. Con cariño le recordé la mentira que muchas veces habíamos practicado desayunando, en la que aseguraba que desde hacía unos meses yo trabajaba como mensajero en Bogotá. Le eché la bendición con ligereza y me fui acercando hacia la puerta trasera de la casa, la abrí con cuidado y le mandé un beso mientras la cerraba.
Me oculté entre la maleza mientras escuchaba atento hacia la casa. La espera se me hizo eterna, no entendía porque se demoraban tanto en tocar a la puerta, ¿será que estaban planeando algo? Sera que me habían visto salir? Cada uno de los escenarios que se me ocurrían era peor que el anterior, la angustia me estaba carcomiendo, no sabía si era mejor salir corriendo o entrar a la casa. Hasta que por fin sentí unos golpes en la puerta, escuché como mi madre recibía a los hombres y les pedía que se sentaran. Después de unas risas irónicas le preguntaron que, si se le ocurría porque venían, a lo que ella respondió que sí, que no les había bastado con dejarla viuda por lo que ahora venían por su alegría, por ese hijo que le animaba el día. Después de unos segundos, tan solo respondieron que ese muerto no era de ellos y que mejor no los confundiera con esos guerrilleros cacorros, porque esos errores se pagan con sangre. Cuando le preguntaron por mi paradero se escuchó un suspiro, sentí la tristeza con la que mi madre les decía que desde hace unos meses yo trabajaba en Bogotá y que no había un segundo en el que no me extrañara. A lo que le respondieron que, ¿si los creía huevones? Pues hacía unos días me había visto en la casa y que mejor pensara bien en sus respuestas, pues no querían dejarme huérfano.
Al escuchar esa amenaza no pude contenerme y preferí abrir la puerta trasera. Les advertí que no era necesario que la lastimaran, que estaba listo para acompañarlos en su lucha, mientras esbozaba lo que algunos llamarían un intento de sonrisa. A lo que me respondieron que más bien debería agradecerles, pues si no fuera por ellos, no tendría la oportunidad de vengar la muerte de mi padre. Una respuesta que no hacía más que confirmarme lo que desde hacía muchos años temía, a pesar de mis esfuerzos me estaba convirtiendo en un eslabón más dentro de ese ciclo de violencia al que algunos siguen llamando Colombia. Recuerdo que salí de la casa con los ojos aguados, pero eso sí, recién afeitado. Quise dejarle a mi madre la mejor memoria, pues quería que me recordará así, sin barba, como a ella siempre le había gustado.
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El primer día me sentí acampando, nos dieron chocolate con arepa y tan solo nos pidieron que cuidáramos a los prisioneros de guerra, recuerdo que entre ellos se encontraba un niño indígena. Su mirada reflejaba todas las penurias que se vivían durante el cautiverio, se le notaba derrotado, sin ganas de seguir luchando.
Cuando nos entregaron nuestro primer fusil me sentí encartado, no pensé que iba a pesar tanto. Antes de que nos lo dieran, mi comandante sonreía mientras nos gritaba que, en la selva, el fúsil es como su mamá, es el único que ve por un uno de día y de noche. Ya entiendo porque nos decían que el que no sirve pa’ matar, sirve es pa’ que lo maten. Ese mismo día conocí a Luis, un niño de la vereda vecina. En pocos días nos hicimos amigos, me parecía alguien tranquilo, sin ningún tipo de malicia. Nos habíamos acostumbrado a hablar hasta dormirnos, nuestras vidas eran casi iguales, tan solo que a él su padre si lo esperaba en casa.
Aún me acuerdo del día en el que todo cambio, fue después de que nos contaran de la prueba final. Desde ese día no volvió a ser el mismo, es que no es fácil asimilar que uno no es la excepción, que uno también va a tener que matar. Durante la noche se intentó escapar, casi lo logra, a no ser por un subcomandante que justo lo vió correr mientras orinaba. Cuando los superiores lo encontraron se notó cuanto disfrutaron matándolo, pues no siempre se podía matar a un recién llegado y mucho menos dar una “lección” de paso.
Me asignaron matar a un marihuanero que habían capturado días antes en el pueblo. Cuando me lo asignaron tan solo pensaba en que absurda era la doble moral de estos grupos armados, con la que siempre defendían su deber de torturar y asesinar a quien les plazca, excusándose de estar realizando una debida limpieza social, mientras utilizaban excusas tan simples como la del consumo de marihuana, mientras ellos mismos se lucraban traficando con drogas tan fuertes como la cocaína.
La prueba final se realiza frente a toda la compañía, alrededor de unas 40 personas. El objetivo es el de demostrar la casta, o como ellos la llaman, la finura. Desde el día en el que me asignaron al marihuanero deje de dormir, es que no podía dejar de pensar en Luis. En como la sangre le había recorrido cada una de sus prendas, mientras a lo lejos se escuchaban los vítores de la escuadra que festejaba la completa indiferencia hacia su vida. Preferí hacerles caso a nuestros compañeros y engañarme diciendo que el matar es como fumar, tan solo el primero es el difícil. Pues, a fin de cuentas, uno se va acostumbrando al sabor de la muerte.
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Mi infancia fue muy distinta a la de los demás niños. Nunca aprendí de biología o matemáticas, pero si a manejar un fusil, descuartizar y torturar. Un destino que no se la deseo a nadie, pero que con el tiempo llegué a aceptarlo. Al ser mi pasado y mi presente, aunque tan solo espero que no sea también mi futuro.
Aunque tienda a asumirse, no todos mis compañeros han sido reclutados a la fuerza, como fue mi caso. Muchos de ellos ven a los paramilitares como una empresa, aquella con la que escaparán de la pobreza en la que han nacido. Y a pesar de que suene absurdo, siento que las escasas oportunidades de trabajo son las que han convertido de la guerra, una oferta tentadora. Es que nadie nace con el deseo de matar, pero la necesidad lo facilita.
Así mismo, y a pesar de que mis compañeros siempre se escondan detrás de la “filosofía” paramilitar, en esta selva tan solo se cometen brutalidades. Pues solo me basta con recordar la muerte del niño indígena para preguntarme si aun merecemos seguir viviendo. El asesinato de un niño que ni siquiera hablaba español, por el solo hecho de vivir en una tierra propicia para la producción de coca. Al que le extinguieron de tal manera el espíritu, que una noche, muy bien sabiendo su destino, le lanzó excremento al comandante. Sentí como si ambos estuvieran cerrando un trato que desde hacía muchos años habían acordado. Pues duró más la mierda en el aire que mi comandante en dispararle. Lo más triste fue el ver como la historia se repetía frente a mis ojos, al recordar como algunos indígenas habían preferido suicidarse antes de ser esclavos de los españoles. Solo que ahora era aún peor, pues ahora los victimarios eran los mismos colombianos.
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A lo largo de mi vida como paramilitar he observado todo tipo de prisioneros. Y sin importar sus orígenes, todos ellos tenían una misma particularidad, nunca sabían si saldrían de allí vivos. A decir verdad, nadie lo sabía, pues todo dependía de lo dócil que amaneciera mi comandante ese día. A los que matábamos, casi siempre los enterrábamos en las montañas, pero algunas veces los dejábamos tirados en los pueblos, como si fueran una señal de autoridad.
Nunca me terminaba de acostumbrar a los comandantes, pues cada 6 meses o lo terminaban matando o capturando. Casi siempre matando, y no solo la guerrilla, algunas veces los mismos paramilitares. Es que allí nadie puede confiar en nadie, pues como me decía mi madre, el vivo vive del bobo. En la selva las palabras pierden valor, pues la muerte es la única reina y señora de esta jungla de violencia.
Cuando el narcotráfico se envolataba, nos soportábamos en la extorsión y el secuestro. Algo que le agradecemos a la guerrilla, pues no hay nada más puntual que una “vacuna” de un campesino asustado. Para los que no conocen el término, la vacuna no es más que una cuota mensual que se le pide al campesino por su protección frente a la guerrilla. Lo que resulta siendo hasta chistoso, pues fue la misma guerrilla la que creó el sistema, argumentando que eran ellos quienes los protegían del verdadero problema, el gobierno.
Y también es verdad lo que dicen, que cada cierto tiempo acordábamos con nuestros policías de confianza que se nos callera una vuelta, a manera de calmar las aguas. Pues sabíamos que el gobierno necesita resultados, otra cosa es que no fueran representativos, pero eso es lo de menos, lo importante es que puedan sacar pecho frente a los medios. Y así todos felices, nosotros entregamos migajas de nuestras ganancias mientras ellos condecoran a algún comandante. Es que esa es la única manera con la que todos duermen tranquilos, pues ese ha sido el antídoto colombiano frente a esta guerra infinita. Es que aceptémoslo, es mejor que las drogas sean ilegales, pues solo así es que se hace más plata. Y lo de menos es la violencia, pues en países como este, carne de cañón es lo que sobra.
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Siempre me acuerdo del día que visitamos el colegio de una vereda apartada. Nos recibieron como reyes, mientras entonaban nuestro himno y bailaban nuestras canciones. Todas las personas influyentes de la zona estaban presentes, desde hombres de negocios hasta famosos políticos. El momento más importante de la velada fue el reinado, en donde las niñas desfilaban a la fuerza, sin entender muy bien porque lo hacían. Lo más triste de esta historia es que en este desfile nadie ganaba, pues a las desafortunadas “reinas” les esperaba una vida en la selva, al saber que los comandantes las harían sus esposas, un bonito eufemismo para no decir esclavas sexuales.
Estas niñas durante el día se les pedía que ayudaran en la cocina, pero en las noches tenían que dejarse tocar por sus “esposos”. Para muchas de ellas el calvario no terminaba ahí, pues casi siempre eran tocadas por otros de la compañía. Por otro lado, y a manera de prevenir su embarazo, siempre les instalaban un dispositivo intrauterino conocido como T, pues todos muy bien sabían que un bebe no sirve pa’ la guerra.
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Con los años fui entendiendo porque los paramilitares querían a niños en sus filas. Pues éramos fácilmente manipulables y había una mano de obra inagotable, al existir una infinidad de sectores abandonados por el estado en donde las oportunidades laborales son nulas. En donde se aprovechan de su ingenuidad y falta de criterio para obligarlos a realizar las tareas más riesgosas, como las de sembrar y recolectar las famosas minas antipersonas. Pues no por nada 1 de cada 4 paramilitares son menores de edad. Y es que lo entiendo, pues desde los helicópteros del ejército tan solo nos ven como manchas corriendo. Poco les importa que algunas de ellas sean niños que a duras penas puedan sostener un fusil.
Y lo más triste de todo, es que es una realidad que se sigue presentando en Colombia por el solo hecho de continuar con una guerra que desde hace muchos años se perdió. Pues solo basta con decir que la cantidad de plantas de coca y la pureza de la cocaína ha venido aumentando como para poder concluir que la muerte y el sufrimiento de muchos colombianos ha sido en vano. Es que estamos hablando de una guerra en la que han muerto más de 450.664 personas y en la que alrededor del 45% de aquellas han sido causadas por el paramilitarismo (1), un movimiento más reciente pero mucho más mortífero que todos los anteriores.
01 de octubre de 2022
Andrés Sossa
(1) Infobae. (2022, Junio 29). Infobae. Retrieved from Colombia: https://www.infobae.com/america/colombia/2022/06/29/comision-de-la-verdad-revela-que-los-paramilitares-asesinaron-a-mas-ciudadanos-que-la-guerrilla/