Siempre he pensado que las ideas son como pequeños globos de colores que se van adhiriendo a nuestro techo y que, con el pasar del tiempo, van formando un gran banco de pensamientos sobre nuestro regazo. Tal vez sea por esto que, al acostarnos, nos hayamos acostumbrado a pensar siempre en las mismas cosas. Como si durante las noches fuéramos moldeando aquellos globos, hasta convertirlos en piezas claves de nuestra personalidad. Bajo ese mismo techo descansa a mi lado mi madre Sofía.
Se podría decir que hoy no es un día distinto a los anteriores, al sentirme igual que siempre, tan cansada como siempre. He sido despertada por aquellas inquietudes que he ido acumulando a lo largo de mi vida, las mismas que, sin proponérselo, se han convertido en mi nueva alarma. Esas preocupaciones que, sin esperar siquiera a que abra los ojos, comienzan a recordarme los motivos de mi permanente angustia.
Advierto como se va desvaneciendo la oscuridad en la mañana al irse iluminando cada rincón de nuestro cuarto. Cuando le preguntan a mi madre sobre su oficio ella siempre ignora la pregunta y, con sutileza, les cambia el tema de conversación. Algo que no es sorpresa para quienes realmente la conocen, al saber que detrás de esa acostumbrada maniobra tan solo existe una profunda vergüenza. Al ser una más de las innumerables mujeres que ejecutan la labor doméstica en la ciudad de Bogotá, una que ha venido desempeñando por más de 37 años.
En nuestro retrato familiar nunca ha existido la figura paterna, por lo que la sociedad ha condenado a mi madre a vivir mencionando, o por lo menos vivir aparentando, estar en una constante búsqueda de marido. Siendo este un requisito que, sin importarles el pasar del tiempo, parece no perder vigencia. Una realidad que le ha ido marchitando las esperanzas de conseguir pareja y las ha ido transformando en tan solo un ingenuo propósito de año nuevo. Uno que dice siempre, para apaciguar los ojos opinantes de quien la juzga, cuando le hacen una de esas sobreentendidas preguntas.
Una soledad que en ocasiones ignora por su inevitable desconfianza a lo desconocido, tal vez impulsada por los malos recuerdos de mi padre, que siguen resonando como un castigo en las profundidades de su memoria. Ese mismo padre que he interpretado más como una leyenda que como un ausente, al haber escuchado tan solo historias de tan misterioso individuo.
Cuando alguien le pregunta a mi madre por el abandono que sufrimos, ella siempre se toma un tiempo para decidir, cuál de mis dos padres debería describirles, pues sabe que cada uno de ellos enaltece lo que el otro aborrece. Una frase que en principio no deja de sonar absurda pero no por ello deja de ser verdadera. De esto les revelo que, si bien es cierto que ese segundo padre existe, también es cierto que tan solo existe en la mente de mi madre.
Les pido que no malinterpreten mis palabras, al saber la infinidad de interpretaciones que pueden desprenderse de estas simples frases. Tan solo les aclaro que, aquello que acabo de comentarles, no es el diagnóstico de alguna enfermedad mental de mi madre, ni nada por el estilo. Es tan solo la manera que ha encontrado mi madre para que su pasado no condicione mi futuro; pues sabe que el relato de mi padre no es apto para todos los oyentes, por lo que prefiere que su respuesta dependa del estrato de quien pregunta.
Esta ha sido una mentira con la que ha logrado sobrellevar su pasado, pues a pesar de ser tan solo un espejismo, le ha dado la seguridad para dominar el recuerdo de mi padre. Pues al sentirse respaldada por este cómplice imaginario, ya no se siente indefensa cuando revive los angustiosos meses que sufrió de la mano de ese auténtico torturador.
Siempre me ha interesado el esfuerzo de mi madre por mantener vigente el relato de mi “segundo” padre. Ese relato que, durante los primeros años, no dejaba de sonar patético y forzado, pero que con el avanzar del tiempo, se fue transformando en el entretenimiento por excelencia de los invitados a la casa. Este fue un proceso gradual, al recordar cómo mi madre le fue añadiendo desde un artificial brillo en los ojos, hasta un tono de voz dramático. Detalles con los que anticipaba estar hablando de tiempos pasados y nostálgicos, pero que a su vez avisaban, el estar recordando dolores hace muchos años superados.
Durante su inventado relato, mi madre narra la historia de mi segundo padre, al contarnos desde el día que se conocieron hasta el día en el que se esfumó ese amor indomable. El cual, para su sorpresa, resultó siendo tan solo un formalismo, pues ninguna de esas palabras bonitas contaba con la intención de ser cumplida.
Supuestamente, durante los primeros meses de relación, mi segundo padre aparentó ser esa persona que a mi madre le hubiera gustado que fuera. Una mentira que ella en el fondo sabía, pero que prefirió pasar por alto, tal vez impulsada por esa frase que mi abuela le decía “solo las buenas mujeres se casan jóvenes”. Un teatro con la que se sentía cómoda al comienzo pero que, con el pasar del tiempo, le fue pareciendo cada vez más difícil convencerse de ese engaño.
La misma relación empezó a exigirles sinceridad, al ver como la falta de profundidad en sus diálogos les evidenciaba lo poco que se conocían al haberse engañado pensando que, por haber convivido unos cuantos meses ya se comprendían. Esa era una mentira piadosa que se decían cuando la realidad les mostraba que, a pesar de haberse acostumbrado a su compañía, seguían siendo unos extraños. Todo esto sentía mi madre cuando veía al otro lado de la habitación a mi segundo padre. Ella se había acostumbrado a visualizarlo como si fuera una carta de naipes.
Una carta que al comienzo le bastaba por si sola, pues al mirarla, sentía que la complementaba y al mismo tiempo le permitía soñar pero que, con el pasar de los meses, empezaba a sentirla ligera. Por lo que un día, al intentar mirar su contenido se dio cuenta que era tan solo una linda portada. Un hallazgo que no la tomó por sorpresa, pero que prefirió simularla para mantener las apariencias. Son ese tipo de detalles, con los que mi madre ha logrado convertir a su historia, en una anécdota ineludible de la velada. Como si su relato le fuera creando un antifaz capaz de engañar a sus espectadores, haciéndoles creer que quien les habla es una más de las invitadas y no, otra más de las empleadas.
Por lo que mi jefe, al conocer el picante de la historia, solía antojar a sus invitados con el relato, al saber que contenía los mismos ingredientes que cualquier novela mexicana. Con el tiempo, la historia fue ganando espectadores, hasta llegar al punto que ya no tenía que mencionarla, pues los mismos invitados eran los que le pedían escuchar el relato. A lo que mi jefe les pedía paciencia, pues prefería guardar el relato para el final de la velada, al saber que la historia tan solo tendría el efecto esperado cuando se escuchaba con los oídos amenizados por el alcohol. Consciente de que esa era la única manera con la que esos grandes ejecutivos dejaran de lado las apariencias y gozaran realmente de ese mundano relato.
El relato se centra en los primeros meses de noviazgo, los cuales sirven de antesala para una vida llena de desgracias. Unas desdichas que, con el tiempo, han ido ganando veracidad, pues mi madre les ha ido añadiendo detalles tan puntuales que algunas noches me cuestiono si realmente ha vivido esos sufrimientos o tan solo son mentiras bien contadas.
Como un golpe seco de realidad, se vió forzada a enfrentar una situación que conocía pero que siempre había preferido ignorar. Una necedad que mantuvo durante meses, tal vez impulsada por una frase de su madre que hasta entonces subestimaba. Esta frase es común escucharla en las personas mayores del país, al ser una expresión que demuestra lo profundamente machista que sigue siendo la sociedad colombiana.
La discutida frase es la siguiente: la mujer tiene que vivir sumisa frente a los errores de su esposo. Como si a ella, a pesar de presentarla como una pareja, la limitaran a ser tan solo una compañía. Una frase que condicionó la felicidad de mi madre, al haberle opacado de tal manera su criterio, que la convirtió en una víctima de su propio invento.
Fue una llamada en la madrugada la que le hizo evidenciar todas esas señales que pasó por alto durante los primeros meses de noviazgo. Una llamada que realizó al despertarse una mañana y no encontrar a su pareja al otro lado de la cama. Mi madre, imaginándose lo peor, decidió llamarlo a la compañía de almohadas donde trabajaba. Para su sorpresa, cuando les explico la situación en la que se encontraba, le respondieran que a este señor no lo conocían y que dejara de llamar al respetado motel “Santa Vida”.
Después de haber despertado en sus oyentes el espanto y la lástima, mi madre decide apoderarse del momento al pronunciar la existencia de una misteriosa carta. Una carta que supuestamente fue dejada, como si se tratara de un chiste de mal gusto, encima de la cuna de la hija que esperaban. Cuando decide recitar de memoria su contenido, ese texto que tantas veces ha reescrito, aparenta hablar de un dolor tan profundo que ni siquiera el tiempo sabría sanar.
La carta relataba los angustiosos días de su expareja previos al abandono de su familia, finalizando con una frase, que realmente no era más que una excusa, con la que le pedía que tratara de entenderlo. Argumentando que el nunca sabría con certeza por qué las abandonaba, tan solo sabía que era algo que estaba escrito en su camino. Como si él fuera una víctima de las circunstancias y no un cobarde que dejaba a una adolescente embarazada, lista para ser carnada del destino.
La primera versión de esta historia se la inventó sentada en un cuarto repleto de mujeres, todas ellas esperando escuchar su nombre en un parlante, el mismo con el que las iban llamando para que se presentaran a una entrevista de trabajo. Un empleo por el que todas rezaban, al saber que todas soñaban en convertirse en la empleada de tan prometedora pareja. Durante la espera, mi madre no podía dejar de mirar la pelota en la que se había convertido su vientre, la misma que al entrar a ese cuarto, había dejado de ser una bendición y se había transformado en un impedimento para tan espectacular trabajo.
Al saber que había gente más capacitada que ella dentro de las aspirantes y recordando el rumor que corría en la sala, de que el trabajo ya estaba dado, se le ocurrió la idea de la historia. Sabía que tenía que aparentar una vida con la que cautivara a sus entrevistadores y que, de paso, les hiciera pasar por alto el detalle de su embarazo. No se le ocurrió mejor idea que una historia cargada de tragedias, sabiendo que esos desafortunados incidentes les alimentarían el sentimiento de altruismo a sus futuros jefes, una emoción que las personas acomodadas siempre disfrutan aparentando. Y que mejor repertorio que su memoria, en la que se fueron acumulando todas esas historias de engaños y traiciones por las que más de una vez lloró desconsolada. Historias que, sin importar de ser vistas por una minúscula pantalla, por momentos le permitían escapar de su consolidada monotonía y le permitían soñar con una mejor vida.
El relato de mi primer padre, el verdadero, del que solo conocen sus verdaderos amigos, es una historia con la que puede dejar de fingir el teatro de mi segundo padre. El sufrimiento de mi madre al contar este relato es sincero, al ver cómo va reencarnando en cada una de sus palabras las innumerables angustias que vivió durante esta incongruente etapa.
Comenzando con la germinación de un amor opuesto al del anterior relato, el cual se dio, no como una coincidencia, si no como una obligación, al haber sido una unión arreglada por sus padres. A mi madre nunca le consultaron esta decisión, por lo que fue la última en enterarse. Eso ocurrió un día en el que, pasando a visitar a su madre, la encontró en la cocina hablando maravillas de ella frente a sus futuros suegros. Una escena que siempre le recuerda a una subasta de pueblo.
Continuando con la historia, describe su vida en los primeros meses de convivencia. Ahora se ríe cuando recuerda cuanto les agradecía a sus padres por esa unión, al haberla librado “para siempre” del fantasma de la soledad, el mismo que por tantos años había atormentado a más de una tía. Pero con el tiempo, se fue dando cuenta de lo difícil que es perpetuar la energía de los primeros meses. Al ver cómo se le iba esfumando la imagen de esa pareja ideal y que, en su reemplazo, se iba instalando un retrato que le era ajeno.
Ella misma observó asombrada como esa persona que, con caricias la despertaba en la mañana, se fue transformando en el mismo que las noches sin compasión le pegaba. Como si esa pareja que había enaltecido en las reuniones familiares ahora fuera tan solo un extraño recuerdo. Cuando ella llega a ese punto del relato, es imposible no fijarse en todas esas cicatrices que su maquillaje no ha logrado ocultar.
Mi familia materna al referirse a tan odiada persona prefiere desistir de las palabras groseras, he invocarlo tan solo como un vago que abandonó a mi madre embarazada y la dejó sumergida en un mar de deudas. Cuando mi madre me cuenta esta historia, nunca le he percibido resentimientos con sus padres, como si ella hubiese asimilado lo ocurrido como el curso natural de la vida. Como si inconscientemente tratara de convencerme de lo importante que es vivir sumiso frente a las decisiones de los padres. Ya que, sin importar lo erróneas que parezcan, siempre serán mejores que las tomadas por nosotros, sus inexperimentados hijos.
Todo esto me ha creado una imagen de mi verdadero padre que considero ambivalente, al haber crecido en un ambiente marcado por un profundo odio hacia él. Uno que con el tiempo he adoptado pero que a su vez he ido modificando a mi entender. Lo digo porque con el pasar de los años, se me han ido acabando las excusas con las que tranquilizaba mis deseos de conocerlo. Pues como decía mi abuela paterna, a fin de cuentas, padre solo hay uno.
No puedo negar que extraño la ligereza mental de mi infancia, aquella que me permitía ignorar lo condicionada que es nuestra estancia en esta lujosa casa. Una ligereza que me hizo inadvertir como mi madre me iba enseñando, por no decir adiestrando, a ser lo suficientemente sumisa como para garantizar nuestra permanencia en la casa. Una condición que, con el tiempo, siento que comprometió el pleno desarrollo de mi personalidad, al haber sido un obstáculo que me fue distanciado de la persona que pude haber sido. Y que, por el contrario, me fue convirtiendo en una persona sigilosa durante el día, una que vive con tan solo un pensamiento en la cabeza, el de seguir convenciendo a sus jefes que sin importar lo incomoda que sea nuestra presencia en la casa, está siempre será necesaria.
Nuestra labor es la única que cuenta con una triste particularidad, la de obligar a quienes la ejecutamos a vivir trabajando. Pues a pesar de que existan momentos en los que no sea evidente este esfuerzo, siempre se está realizando la labor más importante, la de irradiar esa actitud respetuosa y callada que caracteriza a las buenas empleadas domésticas. Una idea que difícilmente se le ha cruzado a los moradores de esta casa, esos que inevitablemente he conocido a profundidad durante estos años de convivencia. Los mismos que con el pasar de los años, han empezado a vernos más como unos muebles viejos que como personas.
Comenzando con Carlos, nuestro jefe, uno de esos señores que tan solo viven por el trabajo. Algo que nadie puede negar que debe hacer bien, pues con mi madre nos hemos acostumbrado a mudarnos cada cinco años a una casa más lujosa. Siempre hemos llegado a una casa más amplia, con una cocina cada vez más moderna, adornada con una infinidad de botones en inglés. Hasta ese punto todo es color de rosa, lo único que nunca falla en decepcionarnos es que, sin importar el volumen de la casa, el cuarto de servicio siempre es del mismo tamaño.
Su esposa lo dejó hace unos 5 años, pero con mi madre nos reímos diciendo que el sigue sin darse cuenta. Con el pasar del tiempo, vimos como esa prometedora pareja se fue alejando hasta convertirse en unos completos extraños. Algo que era inevitable, al recordar lo silenciosas que eran las comidas en la casa, en las que sin importar los muchos adornos que poníamos en la mesa, las conversaciones siempre se sentían forzadas. Con el tiempo, cada uno se fue refugiando en sus intereses, los cuales se fueron apoderando de sus vidas hasta convertirlos en una pareja que, cuando se encontraban en la casa, tan solo se saludaban por cortesía.
Su esposa Diana es de esas mujeres que cuando se le presenta a alguien, le mira sin disimulo hasta el más ínfimo detalle. Solo para saber cuál de todas sus personalidades esa persona merece conocer. En nuestro caso, el examen fue bastante rápido, pues con solo ver los zapatos descuidados de mi madre, decidió que conoceríamos a esa Diana, que tan solo con órdenes hablaba.
Carlos siempre habla de Diana como si fuera su esposa, la cual en términos prácticos sigue siendo, al no haber firmado nunca los papeles de divorcio. No sabemos si él lo hace como una especie de venganza, o si detrás de esa testarudez tan solo existe una ingenua esperanza por recuperar un amor que nunca existió.
Los hijos de tan disfuncional matrimonio son el señor Daniel y la señorita Lucía. Siempre he sentido que el señor Daniel es una de esas personas que vive en un constante conflicto interno, por lo que en los días que parece estresado, intento mantenerme lo más callada posible al servirle el desayuno, al no querer amargarme el día con alguno de sus comentarios clasistas. Pero al mismo tiempo, en los días que parece distraído, gozo cuando me dialoga sin ningún tipo de malicia. Es como si el mismo se impusiera esa actitud antipática, tal vez cohibido por la sensibilidad que refleja en su despreocupado diálogo.
Una malicia que se presenta cuando intenta con su diálogo recordarle a la persona con la que habla que esta no cuenta con su misma solvencia económica ni estatus social. Una maldad que se ve reducida cuando sus gestos no logran disimilar la contradicción que siente cuando articula tan infames palabras. Al saber que, en el fondo, no es más que una buena persona que está lidiando erróneamente con sus frustraciones.
Su hermana, la señorita Lucía, se ha alejado cada vez más de la casa, tal vez hastiada por ser la única que defendía a su madre cuando su padre la desprestigiaba. Una actitud que ha ido marchitado la relación con su padre, pero especialmente con su hermano, al haber estado siempre en bandos opuestos durante las peleas de la casa. Ella es una mujer con conciencia, una que algunas veces parece como si la dominara, al no poder evitar que, tan solo segundos después de decir una palabra ofensiva, se le note el arrepentimiento. Algo que trata de disimular con orgullo, al preferir escapar del lugar, antes de que alguien se percate de su sufrimiento.
Después de servirles el desayuno, me escondo detrás de una de las columnas de la cocina, sentada en una mesita blanca machada con un jugo de mora que, a pesar de los años, no ha perdido su intensidad. Durante los desayunos con mi madre, tomamos un café intenso y lo acompañamos con un poco de pan, uno mucho más sencillo que el que dejarán intacto en el comedor principal. Al servirles esos banquetes, siempre termino pensando cómo se ha desarrollado nuestras vidas alrededor de esas personas, las cuales, sin importar los años de convivencia, siempre nos harán sentir como unas intrusas.
En nuestro trabajo, se ha mantenido siempre la tradición de ayudarnos, pero manteniendo la distancia, no vaya a ser que la convivencia innecesaria sea malinterpretada por los prejuiciosos amigos de la casa. Esa es una de esas tradiciones en las que se les debe recordar periódicamente, lo agradecidos que estamos con las ayudas, expresándolo con una cara sonriente y unos ojos sumisos. Algo parecido a lo que debe experimentar mi tío Luis en su día a día, uno más de los miles de inmigrantes colombianos en España. Pues ahora entiendo cuando me decía que antes de salir a la calle, debía recordarse la fragilidad de su estancia, solo para adoptar esa actitud nerviosa que los nativos interpretaban como agradecimiento.
Una opinión que no debe ser malinterpretada al sentirnos ampliamente agradecidos por sus ayudas. Más no por eso pienso que tengamos que adoptar una condición similar a la de un animal doméstico, del que solo se espera una conducta centrada en el agrado de su amo; al saber que algunos jefes propician que sus empleadas vivan dándoles las gracias, o por lo menos vivan aparentándolas. Algo que no hace más que recordarnos, lo que no hace falta mencionarse, que en este trabajo se vive en una constante incertidumbre.
Lo que puede interpretarse como una validación condicionada de nuestra presencia, con la que nos recuerdan de nuestra inferioridad y al mismo tiempo se aseguran, que no vayamos a creernos algo más de lo que nos han dejado ser. Un ejemplo claro de lo que pienso lo viví un día en el que se perdieron 100 mil pesos en la casa, algo que tomó por sorpresa a todos. Mi madre fue la primera en ser preguntada al respecto, a lo cual ella respondió con total sinceridad, que no sabía dónde se encontraba el dinero y hasta les dijo que no recordaba haberlos visto. Sin embargo, con el pasar de las horas nuestro jefe nos comenzó a mirar distinto, una mirada que repentinamente se amenizó cuando la señorita Lucia los encontró debajo de su computador.
Fueron esas situaciones las que me explicaron por qué los hijos del jefe no quisieron ser más mis amigos. Nunca los he culpado, al saber que nuestros orígenes nos fueron apartando, al ir condicionando desde nuestra manera de vestir hasta nuestra forma de hablar. Ahora que lo pienso, sufro al recordar el momento en el que dejaron de reírse conmigo y empezaron a reírse de mí. De todo esto me percaté una mañana en la que dejé de sentir esa mirada cálida con la que me recibían para un día más de juegos, como si fuera uno de esos juguetes con los que ya no les interesaba jugar. Nuestra amistad terminó el día en el que preferí no subir a jugar, al no querer encontrarme con esa cara de disgusto que le habían aprendido tan bien a la mamá.
Recuerdo un día en el que, con la confianza que me brindaban mis 8 años, le dije a la señora Diana que no quería una camiseta vieja que me regalaba, porque tenía una mancha de jugo de mora en el cuello. Una respuesta que la dejó tan sorprendida que sus ojos me miraron con incredulidad, como si no concibieran lo que observaban. Recuerdo como mi madre, al haber escuchado mi respuesta, empezó a regañarme con una severidad que no le conocía. Hasta el punto de que salí corriendo hacia mi cuarto y me oculté debajo de la cama.
Unos minutos después, observo como mi madre entra a nuestro cuarto y empieza a buscarme. Al verme salir de mi escondite, se sienta sobre su cama y extiende sus brazos con lentitud expresándome con su mirada un arrepentimiento tan grande que las solas palabras le resultan insuficientes. Cuando por fin acepto su abrazo, siento por su voz que trata de explicarme algo absurdo, pero a la vez, necesario. Una realidad que me explica como si fuera un juego de tan solo una regla: sin importar el regalo que recibamos, debemos aceptarlo siempre con agradecimiento. Una regla que oculta una triste verdad, la de vivir en un mundo en el que a los ricos se les agradece por su basura.
Estos episodios me fueron explicando porque mi madre vivía con la cabeza gacha. Gesto que inicialmente malinterpreté como una falta de carácter, pero que los años me fueron explicando que era una estrategia de supervivencia, una con la que había logrado brindarme la educación que ella nunca tuvo. Siempre recuerdo verla en la puerta esperándome cuando llegaba del colegio, con una sonrisa cariñosa y con la misma incertidumbre por mi día. Cuando me veía cansada y sin ganas de hacer mis tareas, me decía con cariño que ella siempre había querido terminar la secundaria, pero que las urgencias de la vida nunca se lo habían permitido. Un argumento al que tan solo respondía con una sonrisa, por lo que siempre recuerdo estar haciendo mis tareas con el televisor de fondo, mientras veíamos alguna de esas novelas que le encantaban.
El señor Daniel siempre me ha parecido lo mejor que hay en la casa, al sonrojarme cuando lo veo salir sin camisa después de bañarse. Como si fuera un homenaje que, para mi suerte, mi tez morena le ocultaba. A la única que no ha logrado engañar es a mi madre, que se había dado cuenta, inclusive antes que yo, de lo que desde hacía un tiempo me pasaba. Por lo que un domingo en la tarde, aprovechando que la familia no se encontraba, me había sentado en la sala y me había explicado lo que mi corazón sentía. Al verme sorprendida por mi situación, me tranquilizó con su habitual sonrisa, pero al mismo tiempo me aclaró que ese amor solo podría disfrutarlo desde la lejanía, pues ya muy bien sabía mi papel en esta casa.
Fueron ese tipo de situaciones los que me explicaron por qué, a pesar de vivir técnicamente en la misma casa, nuestro hogar era tan solo un cuarto. Entrábamos todos por la misma puerta, pero nuestra realidad era completamente distinta. Ya podía entender porque nuestra loza estaba marcada y también porque a ellos les daba asco cuando se equivocan de vaso. Lo que siempre encontré contradictorio, pues ellos nunca tuvieron problema cuando comían en restaurantes, en los que cientos de personas utilizaron antes la misma loza. De pronto será porque, quienes la utilizaban, eran tan ricos como ellos.
Nuestro cuarto ha sido el refugio de mi madre frente a este ambiente tan desapacible. Al ser el único lugar de la casa en el que no se siente observada y en el que, de la mano de su televisor, observa un mundo tan llamativo como distante. Con aquel aparato, mi madre se sumerge en un trance, con el que se olvida momentáneamente del único mundo que conoce. Ella siempre habla del televisor como si fuera su pareja, pues todo el mundo sabe que su “segundo” esposo no es más que este común aparato. Una realidad que analizo con tristeza, al observar que también ha sido el mismo con el que ha logrado olvidarse de su vida.
Siempre he pensado que la vida puede entenderse como un océano y que las olas no son más que sus problemas, los cuales dependiendo de la tempestad te van llegando con mayor o menor intensidad. Por lo que casi inconscientemente algunos hundimos los pies en la arena, al ser la única manera con la que garantizamos algún tipo de estabilidad. Una estrategia que con los años empieza a ser contraproducente, al no darnos cuenta de cómo nos vamos hundiendo cada vez más en el océano, hasta el punto en que la misma estabilidad que nos brinda nuestra zona de confort es la que nos termina ahogando.
Mi madre desempeña uno de esos trabajos que las personas consideran como mundanos, al ser una de esas labores que no exigen capacitación previa. Sin embargo, existe una deuda de la sociedad para con estas personas, al eximir a los demás trabajadores de preocuparse por esas necesidades diarias de la vida y permitirles dedicarse de lleno a esas actividades que demandan de un especialista, las cuales tienen un papel fundamental dentro de la continuidad de la sociedad. Por lo que, si bien es cierto que no es comparable el diseño de un puente con la limpieza de un baño, también es cierto que la limpieza del baño contribuye indirectamente al buen diseño del puente, al brindar las condiciones propicias para el desarrollo óptimo de la actividad. Algo que la sociedad ignora, por ser económicamente rentable para las clases acomodadas.
En la cara de mi madre se le nota como sufre cuando habla con los hijos del jefe, al ver como se han desprendido de ella con el pasar de los años. No logra ocultar como extraña esa sonrisa con la que la recibían en la mañana, al haber sido ella quien los acompañó a lo largo de su infancia, pues su verdadera madre tan solo los veía para darles el beso de las buenas noches. Ella no los culpa, pues entiende que son actitudes propias de cada una de las facetas de la vida. Pero al mismo tiempo se frustra, al haber pensado ingenuamente que ella sería la excepción dentro de este mundo de segundas madres abandonadas.
Ella se había acostumbrado a un estilo de vida en el que se vivía alegremente junto al conductor de bus, los celadores y el jardinero. Al ser un entorno en el que existía una causa común, la alegría de los niños. Es por esto que a mi madre le hubiera encantado encapsular este estilo de vida y perpetuarlo a lo largo de su existencia, al ser unos años en los que se sentía realmente querida y en los que se permitía pensar que de alguna manera le pertenecía. Pero ahora que esos niños dejaron de serlo, esa conexión se fue marchitando hasta convertirse en un recuerdo añorado tan solo por mi madre, y olvidado por los que en secreto siempre verá como sus otros hijos.
Pero ahora, es evidente el miedo de mi madre al saber que cada vez la necesitan menos, al sentir que sus movimientos no son los mismos de antes y al notar que su criterio, se va volviendo quebradizo frente a los cambios de la vida. Ella sabía que este momento llegaría, que era inevitable, pero al mismo tiempo nunca se preocupó por postergarlo. Pues con los años, las personas sienten que con la edad seles acepta ciertas terquedades, sin importarles que el vivir en función de sus debilidades les termine condicionando su futuro.
El problema de mi madre es que siempre odió su oficio, por lo que vivía quejándose de su trabajo. Pero cuando le preguntaban porque no renunciaba, ella siempre se excusaba conmigo, al argumentar que el tener una hija le exigía de un trabajo estable. Una excusa que es válida, el problema es que mi madre utilizaba ese pretexto como si fuera su haz bajo la manga, con el que evadía cualquier posibilidad de cambio, sin importarle que a su vez se condenara a una vida que la consumía día a día. Siento que ella se siente orgullosa de nunca haber aspirado a algo más, al haberse convencido de que fue el destino quien la había obligado a vivir entre estas cuatro paredes, como si fuera una casa por cárcel. Es una triste victoria que mi madre expone con una sonrisa, pues al llegar a una edad tan madura como la suya, las personas por fin se rindieron frente a la terquedad de su criterio.
Una palabra que es difícil de mencionar y a la que se asocia todo tipo de tabúes, especialmente en países tan católicos como lo es Colombia. Estas 6 letras se han convertido en un interrogante a lo largo de mi vida. Siempre me he preguntado si alguna vez mi madre pensó en abortarme, es una pregunta razonable, considerando que me tuvo siendo tan solo una adolescente y que mi padre, tan pronto conoció la noticia, escapó como si huyera de una bomba de tiempo.
Ha sido tan grande mi duda, que no me aguanté las ganas de preguntarle a mi tía Mariela si sabía algo del tema. Al estar segura de que, si en alguien se apoyó mi madre durante esos momentos difíciles, fue en ella. Después de rogarle por más de 5 años por una respuesta sincera, Mariela aceptó contarme lo espinoso que fue el embarazo para mi madre. Tan solo me dijo que, si bien es cierto que mi madre considero en abortarme, siempre existieron razones de peso que la alejaron de la idea. Una respuesta que me dejó aún más intranquila, al darme cuenta de que mi avaricia parecía no tener límites, pues con tan solo escuchar las palabras “razones de peso”, mi cerebro empezó a imaginarse un sinfín de escenarios. Por lo que sabía que, si alguna vez quisiera tener eso que llamamos paz mental, tendría que saber cuáles fueron esas razones.
Ahí fue cuando comencé la primera parte de mi estrategia, en la que como si fuera por arte de magia, en mi mano aparecieron los chocolates favoritos de Mariela. Acepto que fue uno de los momentos más bajos de mi vida, al saber que el apetito de Mariela no tiene límites, pero es que la incertidumbre me agobiaba, no podía imaginarme un futuro sin darle respuesta a esa interrogante. Tan solo al ver el empaque los ojos de Mariela se agrandaron como platos, se notaba que no podía controlarse, pues a pesar de conocer mis intenciones prefería ignorarlas con tal de seguir soñando con ese delicado sabor de almendras en su boca.
Sin necesidad de decir lo obvio, Mariela agarró los chocolates con rapidez y con una velocidad desenfrenada se comió hasta las boronas del empaque. Después de tomar una pausa y de limpiarse las migajas con delicadeza de su camisa, me dijo que la religión había sido la principal razón por las que mi madre había preferido no abortarme, pues habían crecido escuchando que las mujeres que abortaban se iban directo al infierno. La opinión de la abuela también había jugado un papel fundamental, pues mi madre sabía que, si tan solo pronunciaba la palabra aborto, mi abuela no le volvería a dirigir la palabra, mucho menos la dejaría volver a entrar a su casa. Y sin más preámbulos, y con un aire de tristeza, mencionó el nombre de Juana mientras se echaba la bendición.
Juana había sido una de las mejores amigas de mi madre, habían estudiado juntas en el colegio y nuestras familias se conocían de toda la vida. Cuando estaban estudiando Juana era la niña más envidiada del pueblo, pues mantenía una relación “secreta” con Javier, el hombre más guapo de la zona. Ella prefería negar el romance porque Javier le llevaba algo más de 20 años, pero en el fondo todo el pueblo conocía del romance y hasta se lo acolitaba.
Por circunstancias de la vida Juana termino embarazada cuando estaban finalizaban noveno, por lo que al conocer la noticia fue directo a la casa de mi madre. Mientras Juana le intentaba contar el desafortunado desenlace, apenas se le entendía, pues un mar de lágrimas le opacaban de tal manera la voz que tan solo un chillido se le escuchaba. Cuando por fin se calmó lo suficiente como para hablar de manera entendible, le contó lo asustada que estaba, pues sabía que con solo mencionarlo a sus padres la tildarían de puta y en seguida la echarían de la casa. Y ni mencionar lo que le diría Javier, pues recordaba una frase que le había mencionado durante los primeros meses de noviazgo, con la que le recordaba que si por casualidad quedaba embarazada que se olvidara de su romance. Esas eran las preocupaciones que carcomían a la joven Juana, una niña que aún no entendía la profundidad del suceso, pero ya estaba dimensionando las consecuencias de lo que un embarazo no deseado le causaba a una humilde colombiana.
Al sentirse sin ningún tipo de salida pensó en huir, en escapar a la capital con la esperanza de aspirar a una nueva vida. Libre de cualquier prejuicio y con ansias de conocer algo más que el pueblo que la vió nacer. Algo que sonaba muy poético, pero al mismo tiempo inaccesible. Pues sabía que no tenía a nadie en Bogotá y mucho menos conocía eso que los adultos llamaban trabajar. Por lo que prefirió olvidarse de esa idea y considerar sus opciones.
De pronto ambas se miraron con picardía, pues se conocían lo suficiente como para saber lo que la otra pensaba. Al ser una opción de la que poco sabían, pero sería la mejor manera de olvidarse del problema y, además, nadie se enteraría. Sin necesidad de decirlo, empezaron a jugar con la idea, a expandirla y comprimirla con inocencia, pues en el fondo mi madre sabía que Juana no sería capaz de hacerlo.
Después de varios minutos de risas Juana empezó a hablar cada vez más en serio, su tono se volvió más grueso y su mirada se tornó centrada, mi madre sintió que los juegos se habían acabado y que Juana realmente consideraba la idea. Mi madre se juzgó incapaz de tener esa conversación con su amiga, al saber que eran tan solo dos niñas hablando de algo que no conocían, de algo tan complejo que las mismas familias se peleaban con solo mencionar el tema. Aquel que había sido motivo de innumerables debates en el congreso sería el mismo que, en una sola noche, dos niñas decidirían.
Mirando al suelo, Juana le dijo a mi madre que sabía quién los practicaba, lo único malo es que era una amiga de sus madres. Cuando le contó de quien se trataba, mi madre no pudo contener la sorpresa. Es que quien se hubiera imaginado que, la mujer que por las mañanas repartía los huevos en el pueblo, era la misma que por las noches realizaba abortos en su casa. Los desayunos le sabrían distintos desde ese día.
Mi madre no dejaba de pensar en Juana, pero al mismo tiempo se tranquilizaba diciéndose que no sería capaz de hacer semejante locura. Pues con solo recordar la advertencia del padre Tulio cuando decía, las niñas que abortan son solo las niñas de la mala vida, le era imposible pensar que Juana desobedecería, por lo que prefirió ignorar el tema y continuar con su vida. Todo iba con normalidad hasta un día en que Juana no fue al colegio, supuso que estaría enferma o que llegaría más tarde. Sin embargo, con el pasar del día, nunca llegó su amiga. Al llegar a la casa intentó llamarla, a lo que una voz cansada le contesto que, si necesitaba a Juana, estaba estudiando en la casa de Sofía. Algo que la dejó intranquila, pues sabía que Juana siempre le avisaba cuando decía mentiras en la casa.
Visitando los lugares donde podría encontrar a su amiga fue primero a la tienda de la esquina, en donde tan solo vió un desfile de borrachos. Al no verla en su mesa acostumbrada decidió buscarla en la cancha del pueblo, en donde se topó con casi todas sus amigas, menos con su preferida. Por lo que, rogando que estuviera con su novio, fue a buscarla a su taller, en donde le respondieron que desde hace días no pasaba. Por último, y con amargura en su mirada, decidió buscarla en la casa de la señora de los huevos, implorando encontrarse con cualquiera, menos con su amiga.
Al llegar a la puerta le sorprendió la suciedad de las ventanas, era tan espesa la capa de polvo que no se distinguía detrás de los vitrales. Después de pensarlo algunas veces decidió tocar a la puerta, a lo que un niño le abrió con una sonrisa preguntándole a quien necesitaba. Cuando le dijo que buscaba a su amiga él le dijo que lo siguiera, mientras le sugería que no se preocupara, que estaba dormida encima de la mesa de la cocina. Al entrar a la casa le sorprendió su olor, al percibir el aroma característico de la sangre y el sudor.
Cuando por fin encontró a su amiga la pareció más linda que nunca, parecía un faro de belleza alrededor de un mundo de suciedad. Cuando le fue a acariciar el pelo para despertarla, entró la señora de los huevos y le pidió que no la tocara, que la dejara dormir. Conociendo el motivo de la visita de Juana, mi madre prefirió no molestarla con detalles y tan solo preguntarle cuando podría llevársela, a lo que ella le respondió que no sabía, que prefería esperar unas horas, por lo que cuando volviera de hacer algunas vueltas decidiría.
Pensó en recriminarle a la señora de los huevos por las condiciones donde atendía a su amiga, pero al suponer que era más un favor que cualquier otra cosa prefirió no decir nada, tan solo mirarla con agradecimiento y salir de su casa. Al volver a su cuarto se sintió cansada, el hecho de haber visto a su amiga casi inconsciente le generó desespero. Sabía que sería una larga espera, en la que tan solo pensaría en Juana.
Mi madre sabía que algo ocurría, pues la mirada de la señora de los huevos le pareció sospechosa. Pensó que estaba exagerando y que era mejor no preocuparse, pero sin importar lo mucho que trataba siempre terminaba pensando en la bendita mirada. Decidió ponerse su chaqueta más gruesa y salir a caminar, pensó que el respirar la brisa de la noche le ayudaría a despejarse. Por lo que intentando no hacer mucho ruido, abrió la ventana de su cuarto y se escabullo por el patio de la casa. Sin proponérselo se dio cuenta que caminaba directamente hacia la casa de la señora de los huevos. Sintió un miedo paralizante al encontrarse tan sola por el pueblo, pero el recuerdo de su amiga la motivó a seguir.
Cuando por fin estuvo cerca de la casa pensó en dar media vuelta, al saber que no era bienvenida. Sin embargo, el recuerdo de su amiga le hizo seguir caminando, pues sabía que la necesitaba. Cuando se encontró frente a la puerta de la casa intentó mirar por la ventana. Se sorprendió al poder ver toda la cocina, pues el farol de la esquina difuminaba la suciedad de la ventana.
Al apoyar el rostro en la ventana, se decepcionó al no ver a su amiga recostada. Pensó que tal vez la habían acostado en alguna de las camas o que, siendo un poco más optimistas, ya la habían mandado a descansar a la casa. Sin embargo, antes de que se pudiera despegar de la escena, se dio cuenta de un charco rojo que se encontraba cerca de la mesa. Era un líquido espeso que, si su intuición no la engañaba, debía ser sangre.
No quiso pensar lo peor, pero es que las circunstancias no la dejaban suponer otra cosa. Tan solo se le ocurrió entrar a la casa y cerciorarse de que no era sangre, no sabía que otra cosa hacer, pues no quería involucrar a nadie más en esta incongruente situación. Estaba a punto de empujar la puerta cuando un señor atravesó la sala, llevaba cargados unas gallinas muertas en el hombro y gritaba que le dijeran donde tenía que dejarlas. Mi madre se tranquilizó al suponer que la sangre derramada era de alguna de esas gallinas.
Sin embargo, se asustó al escuchar su nombre en la conversación. El hombre le preguntaba a la mujer de los huevos que iban a hacer con mi madre, pues sabían que era la única que había visto a Juana en la casa. Una pregunta que le hizo entender que lastimosamente esa sangre en el suelo si era la de su amiga. Mientras lloraba en silencio vió como el hombre le preguntaba a la mujer que donde enterrarían los cuerpos, a lo que ella le respondía que donde siempre y que, si alguien le preguntaba, que dijera que eran gallinas enfermas.
Por fin entendí para que necesitaban gallinas. Al ser la excusa perfecta para cavar una fosa, en la que enterrarían a las gallinas “enfermas” y de paso, el cadáver de Juana. Cuando el hombre le volvió a preguntar que iban a hacer con mi madre, la mujer entró a la sala y se quedó pensando. Se notaba que no tenía respuesta, pues sabía que sería imposible ocultar esa situación, al ser obvio el motivo de la ausencia de Juana. A lo que ella le respondió que tocaba convencerla de que Juana se había escapado, que había ignorado las súplicas de todos y se había marchado a la capital, cansada de la simpleza del pueblo y aspirando a un mejor futuro.
A lo que le respondió el hombre que seguro no les creería, pues si había abortado era justamente para poder quedarse en el pueblo. A lo que la mujer con un grito le dijo, ¿entonces diga usted que hacemos? Deje de estar criticando y proponga algo, que hace mucho tiempo dejó de ser lo suficientemente bonito como para darse el gusto de dejar de pensar. Después se sentó en una butaca y con las palmas mirando al cielo, intentó desahogarse. Empezó a decir un monologo en el que maldecía el momento en el que Juana le pidió ayuda. Pero al mismo tiempo se compadecía, al recordar su promesa de ayudar a aquellas mujeres que sufrieran la misma situación que ella alguna vez padeció. Una promesa que, hasta ese día, estaba orgullosa de cumplir.
Supo que debió haber dicho que no de inmediato, pero es que la inocencia de Juana terminó convenciéndola. Al saber que esa niña no soportaría lo que significaba un embarazo en el colegio y mucho menos en un pueblo tan católico como ese. El tener que acostumbrarse a que todo el pueblo le llamara mujerzuela y que, en la iglesia, no la dejaran entrar por considerarla una mujer pecaminosa. De todos esos sufrimientos y muchos otros la mujer de los huevos quiso protegerla. Pues a fin de cuentas sabía que, si no era con ella, la pobre niña hasta lo intentaría por su cuenta, pues reconoció en sus ojos que ya era una decisión tomada.
Cuando terminaron pensó que la intervención había sido un éxito, pues los resultados eran similares a los acostumbrados. Tan solo minutos después de que hubieran acabado, mi madre entró por la puerta preguntando por Juana. La recibieron con impaciencia, pues hubieran querido que nadie se enterara. Al despacharla, la señora de los huevos salió a hacer algunas vueltas, con la tranquilidad del deber cumplido. Sin embargo, cuando volvió a su casa, se encontró a Juana casi muerta, al estar sufriendo de una hemorragia.
En el acto intentó despertarla, a lo que ella le respondió con divagaciones, se le notaba lo mucho que sufría. Pensó en llevársela al puesto de salud, sin importarle que el pueblo se enterara del secreto que compartían. Sin embargo, apenas se decidió por llevarla, se dio cuenta que ya era muy tarde, que Juana ya no se encontraba en este mundo. Le impresionó el sentirle aun fuerza en la mano, por lo que al soltarla le dijo que descansara, que ya no sufriría más.
Como un instinto de supervivencia pensó en dejarla donde habían enterrado siempre a las gallinas, al ser un sitio apartado en las montañas en el que nadie la encontraría. Empezó a planear todo con su esposo, hasta debatieron que decirle a mi madre si les preguntaba, pero fue en ese momento que la señora de los huevos se dio cuenta que tan solo era una buena persona fingiendo ser un criminal. Por lo que intentó calmarse y se detuvo a mirar la hermosa cara de Juana, en la que hoy más que nunca, se reflejaba la inocencia de su alma. Sollozando le dijo a su esposo que a Juana le daría santa sepultura, sin importarle que eso significara que tuviera que pasar sus últimos años de vida encerrada en una celda. Mi madre después de ver esa escena salió llorando hacia su casa.
Al llegar a su cuarto no supo que hacer, pues sabía que nadie hubiera querido un destino tan trágico, pero que a fin de cuentas había pasado. Por lo que, como una manera de ayudarse a sobrellevar la situación, empezó a escribir en su diario todo lo que había visto y escuchado. Durante su relato no omitió detalles, pues sabía que, entre más preciso fuera, le permitiría de mejor manera explicarse la situación y, porque no, entender cómo afrontarla. Durante su escrito, se puso en los zapatos de la señora de los huevos, la comprendió, pues sabía que su intención fue siempre la de ayudar a Juana. Aunque siguiera pensando que lo de enterrarla con las gallinas fuera inaceptable, sabía que seguramente terminaría en la cárcel y le reconoció la madurez con la que estaba afrontando la situación.
Después de redactar esas páginas, se sintió un poco más tranquila. Sin notarlo los ojos empezaron a cerrársele, tan solo hasta ese momento sintió todo el cansancio del día. Sin quererlo empezó a quedarse dormida, fue tal la debilidad que ni siquiera pudo ponerse el pijama cuando cayó rendida en la cama. Su madre la despertó porque había dormido más de lo debido, ya iba tarde al colegio. Se arreglo como pudo y salió de su casa sin desayunar y sin despedirse. Recorrió su ruta acostumbrada por algunas calles, hasta que después de algunos minutos salió corriendo en dirección a la casa de la señora de los huevos. Al llegar, se dio cuenta que había unos policías custodiando la casa, y que le habían puesto una cinta amarilla alrededor.
Al acercase vio que la señora de los huevos hablaba con los policías, como si les estuviera explicando el incidente. Cuando mi madre le preguntó a un curioso por lo ocurrido, este le dijo que la señora de los huevos se había entregado, pues supuestamente había muerto en su casa una niña la noche anterior.
Siempre quise conocer la historia de Juana. Una niña que sufrió en carne propia las consecuencias de un país que limita a las personas que no piensan como la mayoría. Este es un relato que se repite en muchos de los pueblos colombianos, en los que los nombres y las circunstancias de los hechos tienen mínimas variaciones, pero que la necesidad siempre es su detonante.
Este tipo de pensamientos son los que me acompañan a lo largo de mi rutina diaria en la casa. En donde veo a mi madre sonreírme mientras le prepara una sopa de remolacha a nuestro jefe. La veo fijar sus ojos en la mezcla mientras deja que su mente divague por el océano de sus recuerdos. Mi madre se ha resguardado cada vez más en la cocina, en donde se puede dar el gusto de hacer movimientos casi inconscientes, al haber hecho las mismas recetas por casi cuatro décadas.
Frente a la sociedad, la vida de mi madre está lejos de ser envidiada, pero si es aceptada. Una vida en donde lucha por brindarme un futuro distinto. Una escapatoria a la monotonía, a los gestos superficiales y a las miradas de pesadumbre que le atormentan los días. Pero es que la vida demanda de ese tipo de actitudes, al saber que una de las maneras más puras de amar es luchar por una mejor vida para los hijos. Es por esto que algunas veces me pregunto, ¿estaré exagerando? ¿estaré idealizando la vida? Sigo sin saberlo. Pero al mismo tiempo no puedo dejar de pensar en la vida que mi madre dejó de vivir por yo haber nacido. En los sueños por los que dejó de luchar, en las experiencias que dejó de vivir por enfocarse en mí. Estoy dividida.
Por lo menos tengo algo claro, las personas que rechazan el aborto las considero hipócritas. Al percibir que, para ellos, el único bebé inocente es el que no ha nacido. Pues desde el momento en que alguno de estos seres emerge de las entrañas de su madre, pareciera que perdiera toda pureza. Pues disfrutan al atribuirle todas esas aberraciones con las que la sociedad caricaturiza a las personas de escasos recursos. Al dejar de ser vistos como una bendición y automáticamente convertirse en una carga más para la sociedad.
Desde el momento en que nacen estos bebés, pierden todo atractivo para las personas que lucharon enérgicamente por sus vidas. A pesar de que su nacimiento sea la materialización de su objetivo, les tiene sin cuidado. No creo que se hayan tomado la molestia de ir a conocer a alguna de esas almas por las que daban gritos de lamento. ¿Qué les espera a estos niños? Si la misma sociedad que alguna vez los “amó” es la primera en rechazarlos. Al llegar al mundo en condiciones de desventaja, por el solo argumento de que siempre han existido excepciones y que siempre es posible sobrellevar las circunstancias adversas. ¿Pero qué tan frecuente son estas excepciones? El margen de error es mínimo para los que triunfan.
¿Por qué se aferran a la vida de los bebes que no han nacido, si existen millones abandonados en orfanatos? La necesidad de afecto de estos niños es infinita, en todo caso las personas tan solo se enfocan por aquellos que aún no ven, en aquellos que aún no escuchan sufrir. Pero algunos dicen que se puede estar matando a un genio, y es cierto, ¿pero es necesario condenar a cientos con tal de esperar un milagro? Dudo que lo sea.
Por otro lado, pienso que el pecado más grande de una sociedad es el de transmitirle a las nuevas generaciones sus errores, los cuales son causados generalmente por una mala interpretación de sus miedos. Un ejemplo de ello se observa en la religión, la cual ha sido utilizada como un escudo frente a una vida que nos derrite de miedo. Por que somos incapaces de conciliar con la incertidumbre constante que nos demanda vivir, por lo que preferimos tranquilizarnos con una verdad absoluta e incuestionable. Es por ello que posiciones tan radicales, como la de la iglesia frente al aborto, son tan difícil de debatir en Colombia.
Me es imposible pensar que a alguien le guste la idea de abortar, es interrumpir un proceso natural. Así mismo, y arriesgándome a ser tildada de incoherente, considero aún peor el hecho de obligar a alguien a tener a un hijo no deseado y, en la mayoría de los casos, lejos de las condiciones apropiadas. Al generar una carga para la familia y un sentimiento de culpa al bebe que está por nacer. Y, por si fuera poco, se está condicionando el placer de las personas, al defender una posición que irradia tradición, pero no inteligencia.
12 de junio de 2022
Andrés Sossa